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martes, 29 de enero de 2008

Superstición

Ya estaba la estampita de san Ignacio de Loyola bien puesta detrás de la puerta, justo a un lado de la seca y despedazada palma que ya llevaba como, tantos años quién sabe de aquél domingo de ramos en que, de regreso del templo, él y su mujer colocaron como en la homilía les aconsejó el sacerdote.

"Van a ver cómo el demonio y sus pompas y trampas se verán burlados con san Ignacio de Loyola, no dejen que a sus casas se cuele el maligno..." les había dicho el cura al tiempo que de plano les ponía la estampita en las manos... a ver- añadió el sacerdote- ¿ya pasaron al agua bendita? hay que hacer la señal de la cruz bien puesta en la frente... y no olviden dar su limosna que el señor premia a los justos y generosos, qué mejor que ser generosos con quien todo nos los da, que luego nada más andan malgastando en vicios el dinero-

Bien claro le habían quedado las palabras del cura el día en que en confesión él habló del "talismán" que por dos cochinos y un bulto de avena la "niña" Marce le dio asegurándole que con eso, la salud, el dinero y el amor, el de su esposa claro, los iba a tener asegurados...

-¡esas son supersticiones y a dios ofendes con eso!-

pero señor cura -balbuceó-

-¡nada!, con eso no haces más que ofender al señor, las supersticiones son del demonio y vas a acabar perdiendo tu salvación..-

claro que él no iba a perderse.... ya por eso puso al santito en la puerta.

Serían como las tres de la mañana. El frío se colaba por entre el frágil entramado del jacal y el constante golpeteo de la puerta del corral, juguete del viento que no podía dormir, se vengaba con él quitándole también el sueño.

Sin moverse mucho para no despertar a su mujer se levantó del petate y así, sin los huaraches caminó hasta la parte trasera del jacal, ahí donde arrojaba los desperdicios y las sobras que los "chanchos" dejaban y donde había arrojado el talismán, el amuleto del diablo que la Marce le dio por dos chanchos y un bulto de avena. Luego de un rato de hurgar entre la inmundicia lo sintió en la punta de los dedos y lo asió con violencia.

-tiene razón el señor cura- se dijo -pero, pos más vale, igual y nunca se sabe- pensaba mientras lo ponía, silente y con cuidado, al ladito, ahí nomás juntito al rostro barbado y sereno del santo.

Alfonso Romero Hernández
Escritor - Permanente


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