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martes, 6 de abril de 2010

COLUMNA INVITADA



Entre sotanas
Por Federico Reyes Heroles

Todo niño es símbolo de inocencia, de ingenuidad, de desconocimiento de los horrores de la vida. El abuso o peor aún la violación de un niño es una de las peores degradaciones del ser humano. El que abusa o viola a un menor padece de un severo trastorno, está enfermo, lo cual no justifica sus actos. La Iglesia Católica se encuentra hoy inmersa en un verdadero escándalo mundial y en un dilema ético sobre el cual todos debemos tener claridad.

Es la pederastia una depravación exclusiva de los medios religiosos, en particular de la Iglesia Católica. No es la respuesta. Se trata de una depravación universal que toca a países pobres y ricos, de todos los continentes y con culturas muy diversas. Sin embargo el actual desfile de horrores se ha presentado predominantemente en países desarrollados (Estados Unidos, Inglaterra, Alemania, Francia, Irlanda, Portugal, etcétera) o en vías de desarrollo como México. La pobreza no aparece como explicación. ¿Habrá pederastia en países pobres, en África? Por supuesto, pero parte de lo doloroso del caso es que el desarrollo, la educación, la información, no pudieron, ya no digamos suprimir, pero por lo menos controlar la incidencia. Son cientos de casos desde hace décadas.

Peor aún, el cristianismo es considerado una de las corrientes de pensamiento con mayores impactos civilizatorios. Todos los grandes tratadistas del pensamiento occidental como Arnold J. Toynbee o Norbert Elias, por citar a un par, atraviesan por el necesario registro del pensamiento cristiano. El efecto del cristianismo en la concepción de igualdad del ser humano y en las reivindicaciones de derechos innatos es innegable. Las confrontaciones que esa visión del mundo trajo en capítulos históricos tan complejos como la conquista siguen siendo apasionantes. De pronto es en el seno de la principal institución cristiana, por el número de sus seguidores, donde aparecen los casos de barbarie que hoy tienen al orbe conmocionado. Por cierto no soy creyente y por lo tanto no mantengo relación con ninguna iglesia.

Algunas personas han tratado de explicar ese horror, la pederastia, aludiendo al celibato como condición provocadora. Luis de la Barreda, el brillante jurista, ha argumentado sólida y limpiamente. El degenerado de Marcial Maciel tuvo varias esposas o lo que hayan sido y eso no frenó su depravación. De la Barreda nos da otro argumento, en Alemania, único país con seguimiento puntual de las denuncias por ese crimen, sólo el 0.04 por ciento de los casos involucra a curas (La Razón, 02-04-2010). Pero entonces, ¿cómo explicar la concentración de casos? Ahora sí comienza la tragedia. Pederastas ha habido y habrá. El problema es quién les da cobijo, quién los protege, quién oculta el horror por cuidar otros intereses. He allí la infamia mayor.

Ya no son uno o dos casos aislados, estamos frente a un encadenamiento de ocultamientos que va desde los niveles más bajos hasta la Santa Sede. No es que se hayan conocido unos a otros, que hubieran fraguado un complot no, es algo aún más grave. Estamos frente a una jerarquía de valores perfectamente estructurada y milenaria. No hubo una convención para ocultar o defender a los pederastas, no la necesitaron. Cada jerarca eclesiástico, ya sea en Boston o en Londres o Dublín o en Ciudad de México reaccionó con el mismo principio rector: primero va la iglesia, después el derecho de los estados y, finalmente, las víctimas. El eje del pensamiento es el más burdo corporativismo que pisotea los derechos individuales con la meta de protección del conglomerado y de conservación del poder. No es que se haya descubierto a 10, 20 o mil pederastas en una institución de millones. Es aún más grave, quedó desnuda una forma de leer la vida: primero va la iglesia, la corporación, el interés grupal y después la defensa del individuo, del ser humano.

El letargo en las reacciones del Vaticano y hasta del arzobispo primado de México exhibe el frío cálculo en defensa de la institución. Que nadie se llame a engaño, primero va su iglesia, van ellos, después vienen los demás, los seres humanos comunes y corrientes que fueron violados o sometidos a vejaciones e infamias, esos que podrían ser nuestros hermanos o hijos. Ése es el dilema que enfrentó Wojtyla y que resolvió a favor de la iglesia. Es el mismo que encara Ratzinger, la defensa de su corporación, de sus burocracias, de los ingresos de los que viven o una actitud de principios universales en los cuales la pederastia, por lo visto no sobra decirlo, no cabe.

No se trata entonces de una o muchas historias de depravación. Se trata en todo caso de una historia de ocultamiento institucional, como ocurrió con el Holocausto con Pío XII: supieron, lo sabían y lo ocultaron para proteger a su corporación. Entre las sotanas había algo más que un pene excitado, entre las sotanas hubo complicidad inhumana, hubo sometimiento de lo menor, el ser humano, frente lo mayor, la corporación autodesignada para redimir al hombre. Amén.













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